Hace unos días, en el grupo de WhatsApp de padres del curso de uno de mis hijos, ocurrió una escena que, aunque breve, me dejó pensando. Se discutía una decisión tomada por la directiva: una actividad específica que, desde mi perspectiva, había sido mal organizada y peor comunicada. En un mensaje de 4 palabras apenas, entre ellas escribí “pésimo horario”. No hubo insultos, ni descalificaciones personales. Solo una crítica puntual, dirigida a una acción específica.
Lo que vino después fue una batahola. Varios miembros de la mencionada directiva reaccionaron con molestia, algunos con evidente indignación. Me acusaron -obviamente que no en el grupo, sino por un canal paralelo- de “faltar el respeto», de “destruir el ambiente del grupo”, de “atacar el trabajo voluntario”. Lo que para mí era una evaluación objetiva de una acción concreta, para otros fue una ofensa personal. Nadie preguntó a qué me refería exactamente. Nadie intentó separar el juicio sobre la acción de una supuesta intención de herir. La palabra “pésimo» se convirtió en un proyectil, y no en lo que realmente era: una descripción crítica, sí, pero legítima y necesaria.
Este episodio, que podría parecer anecdótico incluso trivial, es en realidad una muestra clara de un fenómeno más profundo y preocupante: la acreciente dificultad que tenemos para comprender cabalmente el lenguaje. Vivimos tiempos en que, en aras de mantener un “buen ambiente” y relaciones interpersonales sin fricciones, hemos comenzado a despojar alas palabras de su riqueza, de su precisión, de su capacidad para expresar matices. Se ha instalado una especie de censura emocional, donde cualquier término que no sea neutro, amable o ambiguo se percibe como una amenaza.
El resultado es una simplificación del lenguaje que empobrece nuestra comunicación. Ya no se puede decir que algo está mal sin que alguien lo tome como un ataque. Ya no se puede usar un adjetivo fuerte sin que se interprete como violencia verbal. Hemos confundido la cortesía con la tibieza, la empatía con la autocensura, el respeto con la incapacidad de disentir.
Pero el lenguaje no es solo un vehículo para la armonía. Es, sobre todo, una herramienta para pensar, para debatir, para construir ideas y confrontar realidades, Las palabras tienen significados, tienen historia, tienen peso. Y cuando las despojamos de su fuerza, cuando las domesticamos para que no incomoden, estamos renunciando a una parte esencial de nuestra humanidad: la capacidad de nombrar el mundo con precisión, de expresar lo que sentimos y de criticar lo que no funciona.
¡No dominar ni aceptar nuestro lenguaje con toda su riqueza, sin generar sobrerreacciones innecesarias, no hace más que reducir nuestra posibilidad de comunicación. Y con ello, disminuye nuestra capacidad de entendemos de crecer. Si cada palabra debe pasar por un filtro emocional antes de ser pronunciada, si cada crítica debe ser envuelta en algodones para no herir susceptibilidades, entonces estamos condenados a una conversación superficial, a una sociedad que prefiere callar antes que incomodar.
Por eso, hoy más que nunca, necesitamos restituir el valor de las palabras. Debemos aceptar y enseñar a nuestros hijos que no todas las expresiones duras son agresiones, que no toda crítica es destructiva, que no todo juicio negativo es una falta de respeto. Necesitamos volver a confiar en el lenguaje como una herramienta poderosa y profundamente humana. Porque solo cuando podamos hablar con libertad, con precisión y con respeto por el significado de las palabras, podremos realmente entendernos. Y por Dios que nos hace falta.
DR. FERNANDO GUTIÉRREZ ATALA Investigador Centro de Estudios dela Comunicación Aplicada (CECA) | Universidad del Desarrollo