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Sobreinformar también es desinformar

A pesar de la distancia geográfica con nuestro país , el terremoto de 8.8 que sacudió la península rusa de Kamchatka el pasado martes tuvo muchas consecuencias para los chilenos, que van mucho más allá de la posibilidad de un tsunami como consecuencia del desplazamiento de grandes volúmenes de agua. Estos efectos van desde lo científico hasta lo político y lo informativo.

Lo ocurrido con la cobertura mediática de este suceso, sumado a la narrativa paralela a través de las redes sociales, nos deja interesantes antecedentes que deben ser analizados y reflexionados para mejorar los desempeños futuros.

Si nos ceñimos a las ideas básicas de la comunicación de riesgo, tenemos que ésta busca informar al público sobre amenazas potenciales de forma clara y oportuna. Sus objetivos principales son reducir la incertidumbre, fomentar comportamientos seguros, generar confianza, facilitar la toma de decisiones informadas y promoverla colaboración entre actores. Todas, por cierto, metas comprensibles e indiscutibles.

Sin embargo, y siempre pensando en los mejores resultados, es clave equilibrar la cantidad y la calidad de información: debe ser suficiente para entender el riesgo, pero sin abrumar. La información debe ser comprensible, relevante y actualizada. Así, se logra una comunicación efectiva que empodera y evita riesgos, pero sin alarmar.

En la sociedad contemporánea, el flujo incesante de información se ha convertido en una constante. Vivimos sumergidos en un océano de datos, imágenes, titulares y transmisiones en tiempo real. En principio, esta hiper abundancia informativa podría entenderse como un síntoma de salud democrática: más información significaría, en teoría, una ciudadanía más informada y empoderada.

Sin embargo, la realidad es más compleja y paradójica. En contextos de catástrofe y emergencia como la que acabamos de vivir la sobreinformación lejos de clarificar, puede confundir. Así, en lugar de calmar, exacerba el miedo colectivo y más allá de fomentar la responsabilidad cívica, propicia la desinformación y el sensacionalismo.

La televisión, en particular, con su lógica del espectáculo, transforma el sufrimiento humano en una mercancía informativa. Las transmisiones en vivo, las entrevistas y los paneles de expertos opinando construyen una narrativa de catástrofe que, más que informar, dramatiza y sobrecarga emocionalmente a la audiencia. En palabras del experto español Ignacio Ramonet “el espectáculo de la información termina por sustituir a la realidad misma”.

Se entiende muy bien la idea de “prevenir es mejor que curar» o como dijo el presidente Gabriel Boric, “la convicción de que más vale pecar de exceso de precaución en estos casos que lamentar muerte, destrucción o daños que son irreparables”. Sin embargo, esta reflexión apunta al desempeño periodístico que cuando carece de claridad y foco, genera un exceso de información que, lejos de empoderar, paraliza al sujeto y le impide discernir lo relevante de lo superfluo.

La desinformación —ya sea por errores, exageraciones o manipulación deliberada— puede llevar a comportamientos colectivos irracionales, como compras compulsivas o desplazamientos innecesarios, como vimos en la zona costera del Bío Bío. Así, el problema no es solo la “información falsa”, sino también el volumen incontrolable de información confusa que genera ansiedad y erosiona la confianza en las instituciones.

En este contexto, es necesario problematizar el rol de los medios de comunicación, no solo como transmisores de información, sino como constructores de realidad. En situaciones de crisis, la televisión debería actuar con prudencia, contextualizar los hechos y ofrecer información verificada y útil. No se trata de censurar ni de silenciar, sino de asumir la responsabilidad ética que implica informar en momentos de vulnerabilidad colectiva.

DR. FERNANDO GUTIÉRREZ ATALA Investigador Centro de Estudios dela Comunicación Aplicada (CECA) Universidad del Desarrollo en Diario El Sur