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María Cristina Silva: La Generación Z y el miedo al riesgo

Columna de opinión publicada por el medio La Tercera y escrita por María Cristina Silva, encargada de la Unidad de Apoyo Docente de la Facultad de Comunicaciones en la Universidad del Desarrollo, donde aborda temáticas contingentes de la generación Z.

“De acuerdo a una variedad de mediciones en múltiples países, los miembros de la Generación Z (nacidos a partir de 1996) están sufriendo de ansiedad, depresión, auto lesión y otros desórdenes relacionados a un nivel superior al del resto de las generaciones de las que tenemos datos”.

Esta es una cita del destacado psicólogo social estadounidense Jonathan Haidt, que apareció en su artículo “Terminemos con la infancia basada en el teléfono ahora”, publicado por la revista The Atlantic. En este escrito, Haidt llama la atención sobre las nefastas consecuencias que han implicado para toda una generación la combinación de dos factores: primero, el desmesurado control de los padres y cuidadores quienes, ante las amenazas del medio externo (acoso, agresiones, secuestros) redujeron o limitaron la posibilidad de que sus hijos circularan solos por su barrio y/o ciudad y, segundo, la excesiva conexión de estos niños al mundo digital.

Ambos factores se tradujeron en que estos niños -hoy jóvenes- disminuyeron sus interacciones en persona con sus pares y comenzaron a tener una infancia más solitaria, sedentaria y virtual. Dejaron de jugar cara a cara con otros niños y la falta de juego fue fatal: trajo una aversión total a asumir riesgos.

A medida que los miembros mayores de la Generación Z empiezan a acercarse a los 30 años, sus dificultades los están acompañando en la adultez. De acuerdo al artículo de Haidt, hay evidencia de que están teniendo menos citas, menos sexo y mostrando menos interés en tener hijos que en generaciones anteriores. Son más proclives a vivir con sus padres y menos propensos a tener trabajos en su etapa de teenagers. A la hora de conseguir un empleo, sus supervisores relatan que es más difícil trabajar con ellos que con sus antecesores.

Seguramente algo de este panorama le resonará a quienes lean esta columna. Se acordarán del estudiante en práctica que colapsó, del profesional joven que abandonó, del alumno que tiró la toalla. O pensarán en nuestros Ninis (jóvenes que ni estudian ni trabajan) quienes tristemente nos han llevado a estar en el top 10 de esta categoría a nivel de la OCDE.

Si bien esta descripción es desalentadora, no pretende teñir de desesperanza a una generación ni desconocer sus muchos aspectos positivos (como creatividad y conciencia medioambiental). La idea es pensar de qué manera como adultos podemos contribuir a subsanar aspectos que afectan su calidad de vida.

Ayudar a un joven a superar su aversión al riesgo requiere comprensión y paciencia. Seguramente algunos necesitarán ayuda profesional, pero también hay recomendaciones sencillas que pueden servir.

La más básica es elogiar sus esfuerzos aunque no se traduzcan en logros. Preguntarle por los pasos que siguió para abordar una tarea, su motivación y sus propias impresiones sobre el proceso ayudarán a empoderarlo. Otras sugerencias son el fomento de la mentalidad de aprendizaje, focalizándose en el proceso en lugar del resultado, y la graduación de los desafíos.

También es recomendable proporcionar apoyo emocional validando los sentimientos del joven hacia el riesgo, animarlo a a enfrentarlo positivamente y a hacer una evaluación realista de este. Muchas veces tenemos “fantasmas” sobre un tema que no se condicen con la realidad.

¿Y en la sala de clases, donde algunos jóvenes pasan muchas horas? La resolución de problemas en grupo, con roles y responsabilidades definidos, genera un ambiente de apoyo y seguridad para asumir desafíos intelectuales.

Los debates o presentaciones sobre temas controvertidos también contribuyen. Expresar frente al curso la postura ante un tema implica la posibilidad de ser desafiado por los compañeros y permite aprender a manejar este estrés.

Los juegos de rol, en los que se debe asumir un papel y actuar rápido, ayudan a tomar decisiones bajo presión y a enfrentar el riesgo en un ambiente controlado.

Por último está la autoevaluación. Después de cada actividad es positivo destinar tiempo para que los estudiantes reflexionen sobre sus experiencias y evalúen cómo se sintieron al enfrentar el riesgo. Así irán tomando conciencia de lo que son capaces de lograr.

Aunque sea pequeño, nuestro aporte algo le dejará. Y si los jóvenes ven en nosotros apoyo y preocupación, será más fácil seguir ayudándolos.

María Cristina Silva M., Unidad de Apoyo Docente, Facultad de Comunicaciones, Universidad del Desarrollo.

Podrán ver la columna completa en el medio de La Tercera aquí