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La belleza del cine por Eric Rohmer

Por Hernán Silva

La reciente muerte de un artista como Jean-Marie Scherer (nombre verdadero de Eric Rohmer), deja una fuerte sensación  a quiénes lo seguimos y disfrutamos en cada unos de sus filmes.  Aprendimos y vimos en su cine una suerte de educación sentimental del cinematógrafo.

En un raro y fuerte vínculo con la vida, Rohmer era un autor con todas sus letras y una de las mentes más lúcidas de este oficio. Antes de tener dinero (o conseguirlo) como para hacer cine, escribió diversos ensayos y críticas en los comienzos de la imprescindible revista Cahiers du cinema (1951), en la que junto a los “jóvenes turcos” de la Nouvelle Vague como Jean-Luc Godard, Claude Chabrol, Francois Truffaut, Jacques Rivette y avalados por el “padre” de todos ellos, André Bazin, se definió una nueva forma de hacer y hablar el cine (la Política de autores), defendiendo al autor como responsable artístico del filme, en la búsqueda y reivindicación de una modernidad anclada al clasicismo y, en algunos casos, con ganas de independizarse o romper tales anclajes.

Mucho de esta supuesta autoría, política o confirmación de una obra personal en contra de su soporte industrial, fue sufriendo modificaciones y acomodaciones a lo largo del tiempo, así como la misma puesta en duda de qué era  lo verdaderamente autoral en la obra de cualquier cineasta. Pero hay algo que no se puede dudar cuando hablamos del cine de Rohmer, y es que logró una coherencia estilística propia, que se apoya en un sólido sistema de ideas de base, que no necesita de movimientos o estilos que lo definan, realizando la mayoría de sus filmes con equipos pequeños de filmación, filmes baratos en presupuesto.

Cine de correspondencias infinitas y de sistemas cerrados

Trabajó como crítico, redactor jefe de Cahiers, teórico, novelista, documentalista y director. Fue el autor de una interesante tesis sobre el espacio y la luz en el cine de Murnau,  y más recientemente, escribió un ensayo “De Mozart a Beethoven, Ensayo sobre la noción de profundidad en la música” (Rohmer amante de música no ocupa música extra diegética en sus películas y lo hace sólo si es parte constitutiva del filme) y realizó otros  textos sobre cuestiones de estética que derivan de su conocimiento  del arte. Realizó documentales pedagógicos para escolares.

El signo del León (1959) fue su primer filme, producido por Claude Chabrol. Su estreno coincide con el de las primeras películas de la Nueva Ola, Sin Aliento (Godard) y Cuatrocientos golpes (Truffaut). Inmediatamente se ve la diferencia y el espíritu común que anima a todos ellos. Los une la libertad, el amor y la crítica por el cine y la visión personal de un mundo autoral.

Creador de programáticos ciclos cinematográficos en torno a temas, filmes “cerrados” entre la unidad y la variedad, como son los Cuentos morales (1962-1978), Comedias y proverbios (1980-1986), Cuentos de las cuatro estaciones (1989-1998) que son parte de sus obras maestras como, entre otros, “La rodilla de clara (1970)”, “El rayo verde (1986)”, “Mi noche con Maud (1968)”, “Cuento de otoño (1998)” y “Cuento de invierno (1992)”, “El amor después del mediodía (1972)”, “La coleccionista (1966)”.  En ellos hay algunas referencias literarias que son evidentes. Autores como Julio Verne, William Shakespeare o Dostoievski se dan cita y son citados. Las ideas son utilizadas como tramas y como temas, pero son parte del mismo sistema Rohmeriano, que es al fin de cuenta, lo que opera.

Sus filmes fuera de los ciclos programáticos tienen una marca estilística de índole histórica y literaria, son generalmente adaptaciones de obras históricas,  como  la medieval “Perceval el Galo (1978)”, “La marquesa de O (1976)” que era un texto de Heinrich von Kleist, “La inglesa y el duque (2001)” que son las memorias de una inglesa a fines del siglo XVIII, y su última película “Astrea y Celadón (2007)” que es adaptación de una novela barroca, pastoril y bucólica del siglo XVII (L’Astrée, de Honoré d’Urfé).

“No quiero vestir el pasado de moderno, porque esto no nos enseña nada de la Historia y de las mentalidades, ideas y sentimientos de las gentes de esa época, aunque sea este un texto de una novela hecha dos siglos después al tiempo al cual alude la película. La forma de la idea  y el rescate del conocimiento del pasado es lo que cuenta  y es sólo el cine el que puede viajar en el tiempo como una resurrección”, nos dice Rohmer (cité más o menos de memoria).

Los mitos (Ninfas por ejemplo) y la creación de un universo  lleno de referencias se complementan de manera misteriosa. En estos filmes hay un minucioso y valioso uso de la historia de la pintura como referencia para puesta escena y puesta en imágenes (Les rendez-vous de Paris -1995- entre otros), como idea de dirección fotografía o como pinturas dentro del filme que despuntan aspectos de la trama o como documento vivo en filmes donde se traslada de una manera diferente la noción de figura y fondo. Las correspondencias entre las artes son exquisitas e infinitas, son parte de su manera de escribir el cine.

La impronta pedagógica se nota en su cine “histórico”, en su rigor y respeto por lo real y en sus materiales de expresión de otras fuentes (y no de un cine historicista). Esto define una interesante forma de crear un pasado, recreando ideas y conceptos y no necesariamente en la (imposible) búsqueda de una reconstitución histórica fiel a una sola visión, como nos tiene acostumbrado el mainstream americano del filme histórico y ficción en general.

La prosa de la modernidad: ni cine realista, ni cine de poesía.
El tiempo del cine es el presente

Pero ¿cuál es legado original que promueve tanto interés y devoción por su cine?
Ante todo, el enfrentamiento entre el estilo moderno (o por lo menos un  tipo de  modernidad) con el clasicismo. Cuando la mayoría de los cineastas, en los setenta, estaban entusiasmado por el cine multilineal, poético (concepto que lo trenzará en un pequeño desacuerdo con Pasolini), fragmentado, atemporal (en su mezcla del presente con el pasado) o con la mezcla entre lo objetivo y subjetivo; Rohmer no hizo sino defender su postura sobre un cine de prosa (aunque no necesariamente un cine de prosa sea una cuestión del pasado en relación a lo moderno). No es el cine un fin en sí mismo sino un medio (creyó que el cine de algunos modernos eran un fin para hablar del cine mismo, por esto la presencia de la cámara y otros procedimientos).

Para él, la ampliación hacia otros campos o profundidades viene por complemento, pero sólo si se hizo la correcta selección de situaciones, de la historia, de los personajes y obviamente lo que estos aportan (contenidos) “la cosa que se muestra es la que cuenta”, el cine ya hace el resto sin forzarlo.

Entonces el cine no debe a priori poetizar, sino que es la “realidad poética” la que puede desprenderse de un cine narrativo o  de prosa, que para Rohmer puede ser tan  moderno  (si se quiere) como el llamado poético. Por esto, no buscar de antemano esta poesía, sino que aparezca por añadidura, sin que se le solicite expresamente.

Obviamente el cine cambió a partir de estas ideas y todo fue reelaborándose. Clasicismo y modernidad  son incompatibles y de una abismante polaridad para ciertos pensadores de cine, pero a veces son lo mismo con nuevas formas de expresarlo. Bueno, es el punto de vista ontológico, histórico, metodológico o filosófico del cine lo que confronta la idea misma que tenemos para definirlo o hacerlo, si es que esto cuenta.

En una entrevista reciente con  Carlos Heredero nos dice:

“Creo que la imagen cinematográfica debe estar siempre en presente y que no se puede confundir una imagen real con una imagen virtual que sólo existe en la mente. No se pueden confundir imaginación y percepción. La imagen del cine es el presente, porque la cámara no puede examinar los detalles que uno no ve. Desde el punto de vista filosófico, soy contrario a la expresión del pasado en el cine. Me interesa mucho más tratar de visualizar lo invisible a través de lo visible que tratar en vano de visualizar lo invisible. El pasado no se puede ver y, para mí, tampoco se puede filmar”.

En su último filme,  sin embargo, “Astrea y Celadón” hay una imagen mental, como un flash-back del protagonista sobre su amada perdida, pero la recuerda en una canción que el canta mientras camina por el bosque y que está en el texto original (las canciones son procedimientos que ocupa muchas veces como un relato, o como recuerdo y una evocación en este caso: la vida alegre que no vimos en presente)

Y en otra ocasión, con respecto a la relación entre la forma del cine y la de la literatura, nos habla de que aunque haya muchos diálogos y voz off., su cine es un encuentro entre la introspección y  la objetividad. En sus trabajos el personaje habla de sí  y se juzga a sí mismo.  Se distancia y se ve. Pero sus acciones, a veces, pueden ser contradictorias,  y   por esto sus personajes se mienten a sí mismos y mienten a los demás. Los móviles de los personajes son expuestos y son por esto más emocionantes y tristes a la vez, ya que en ellos vemos la antelación y las consecuencias de estos actos  y sus mentiras. Esto crea en su cine, un (des)ajuste de la confianza y de la duda.

El pacto entre la instancia  narrativa, el personaje y la identificación con el espectador queda eclipsado en algunos momentos.  Los personajes quedan al desnudo de sus  acciones e intenciones (por esto dan una especie de vergüenza, compartida, en algunas de sus mejores películas) y por esto el error humano se exterioriza como una herida, abierta al mundo de las pequeñas cosas, las que importan para sus creaturas o sus encuentros azarosos y frágiles intrigas, en su específico mundo narrativo (la estructura en capítulos,  actos o episódica es muy certera) “Todo sucede  en la cabeza de sus protagonistas” (según la frase del sistema narrativo de Jean-Claude Carrière) “Mis héroes  se creen personajes de novela, como Don Quijote, pero no estamos ante una novela”.

Una contradicción estética que nos explica la distancia y cercanía con las demás artes que tiene el cine de Rohmer y cada gesto narrativo y su imagen. Y esto confirma la opción contundente del cine y su poder de doble relato: “Únicamente el cine es capaz de la unión de la palabra y de la representación visible del mundo”, que lo hace capaz de este milagro: encuentro entre la imagen y la palabra y la palabra con la imagen en perpetua relación y estado de tensión.

El estilo depurado, ligero y amateur del genio

Estas declaraciones no hacen sino conformar un estilo único que compatibiliza las libertades del cineasta  y sus procedimientos con una rigurosa visión del mundo y del cine.

Siguiendo estas citas podemos reafirmar el gusto de Rohmer por la dimensión de lo real  (y no sólo el cine realista) y  el respeto por ciertas condiciones de rodaje que coincidan con el momento mismo de su captura, (por ejemplo,  las condiciones de clima), desembocando en un cine refinadamente frugal, imprevisto, y a veces, improvisado (El rayo verde).

Su cine está despojado de los artificios –aún más en los ciclos programáticos- del lenguaje del cine. No usa movimientos de cámara y si los usa son casi descriptivos y relativos al texto dramático, no usa música fuera de la puesta en escena, no usa nada espectacular o efectos de montaje. Hay algunos que creen que esto se rompe de cierta manera en su cine histórico sobre todo en La inglesa y el duque (ya que usa imágenes digitales de pintura de la época de la Revolución francesa como fondo en todo los exteriores del filme) pero esto es justamente otro de esos procedimientos “reales” o de “documento artístico” ya que son una fuente de imágenes, al no existir fotografías; la pintura es un relevante croma-key  de telón de fondo.

Rohmer sabe que el cine no puede restituir el pasado tal cual es, pero sabe que hay otras artes que aportan ideas y expresiones a la realidad de esas mentalidades, formas y sentimientos del pasado. Su cine no cita al cine y no habla de otro cine en su cine, no se influencia palpablemente de él, sino que de otras artes. Es “el gusto por la belleza” lo que emana de su cine (el título de un libro con compilaciones de sus escritos), un encuentro casi entomológico entre la disección del amor  y las relaciones humanas y la luz, el entorno, la naturaleza, la piel, los seres en los que se es mirado. Todas estas cualidades hacen de su obra un trabajo muy refrescante, original y casi amateur con gran autoconciencia de su forma y  de sus límites.

Los personajes y la revelación

Sus personajes, como ya hemos señalado arriba, son héroes introspectivos y en los cuentos morales, proverbios o cuentos de estaciones del año, son parte de un universo cotidiano en el que (según  el filosofo Stanley Cavell, en su libro “El cine, ¿Puede hacernos mejores?”) también son parte de una verdadera trascendencia  de lo extraordinario en lo ordinario y de lo ordinario de lo extraordinario, de “la dimensión  milagrosa de lo cotidiano, la posibilidad y la necesidad de nuestra apertura  a lo milagroso cada día, aquello que puede llamarse la secularización de lo transcendental”, que traspasa  la temática del amor, la moral y la fidelidad de ese amor hacia una manera de ver un cine capaz de ser  una verdadera máquina emocional que se nutre de la literatura y del aparato del deseo y la sociedad (como en el caso de Cuento de Invierno con Shakespeare o La Rodilla de Clara).

Los gestos que animan a los cuerpos (estos cuerpos parecen mirados por primera vez en el cine: “La coleccionista” o “Astrea y Celadón”) de los personajes, como Jean-Louis en Mi noche con Maud al entrar al baño, o el impulso de tocar la rodilla de Clara, son claves para entender la fisicidad del cine rohmeriano. Nunca el deseo como construcción guionística, casi literaria y “perversa” por otro lado,  fue más intenso, pero a la vez más decepcionante al conseguir su objetivo. De nuevo el desfase o desajuste entre el pensamiento y  el gesto. El cine nos enseña a desear diría  el filosofo Zizek. 

Ahora bien, en estos gestos no hay una revelación mística, pero al menos, hay una vuelta atrás a la antigua vida del aventurero (el dandy),  y una reflexión que Rohmer comparte con nosotros.  La belleza de las mujeres es una prueba de resistencia para el hombre y es una meditación profunda y desenfrenada en el deseo utópico (en “La coleccionista” y en “Amor después del mediodía”). Pero, por otro lado, hay momentos de verdad y revelación en el azar, que desembocan en escenas de gran belleza y que se construyen de tal manera, que desde la realidad le dirige  unas especies de signos a los personajes,  que éstos a su vez, deben interpretar, como en El Rayo verde (con la carta y la luz del atardecer)

O sea, las pasiones amorosas como sustrato, son el eje principal, pero, vistas a través de la razón; de una precisa máquina emocional que capta la superficie de lo indefinible y lo invisible. Su cine esta plagado de momentos privilegiados, externos, que hablan del interior de sus personajes y del tema que los une. Esta belleza se encuentra en una especie de ordenamiento de la vida y no en el cine mismo, aunque hay que decirlo, sólo el cine puede suscitar o hacer emanar esta posible belleza.

Es el texto lo importante “no filmo historias sino que textos que cuentan historias” El contar es parte del mostrar. El aprecio por el conocimiento de la Historia, las formas del pensamiento en las personas, el cavilar desde la duda transcendente de un personaje y su amor, el ver lo invisible en lo cotidiano (a veces la ligereza misma de la vida pesa sin darnos cuenta, el cine de Rohmer capta esa filigrana), y en el presente vivo (el cine siempre se ve en presente).

Se puede ser moderno sin tener que forzar el cine a adjetivarse y la llamada transparencia de sus códigos y lo clásico son rotundamente modernos. En Rohmer las diferencias y las catalogaciones se borran y crean otros (nuevos) límites expresivos.